domingo, febrero 15, 2009

EL OTRO (*)

El joven aprisionó con fuerza un rosario entre sus manos. Lo había sostenido por largas horas con los ojos cerrados, de rodillas, de cara a una pared desteñida de un rosa viejo, manchada de humedad, sin símbolo ni imagen que la destacara.

Había permanecido allí, con un sollozo enfermizo y balbuceando una plegaria tras otra durante largos minutos. Quizá ya habían pasado horas. Y podrían haber pasado días, pero el tiempo poco importaba. Nada tenía sentido. O mejor dicho, nada lo tendría cuando finalizara la agonía de su madre.

Era verano, y el sol ardiente del 14 de febrero de 1994 complacía a los amantes de la siesta cordobesa que se habían entregado al descanso en las frescas habitaciones de sus hogares de barrio La France. Sin embargo, en esa barriada norteña la dicha no era para todos. A una familia le tocaba probar la impotencia de ver sufrir a uno de los suyos sin poder hacer mucho para ayudarlo. El trágico desenlace se conocía desde hacía varios meses, pero a la mujer que se moría fulminada por un cáncer sus parientes se lo ocultaron para darle hálito de vida, el último intento para arrancarla de los brazos de la Parca.

El mayor de sus hijos, de 16 años, a pesar de conocer los peores pronósticos desde treinta días atrás siguió en soledad frente al muro exigiéndole a Dios, mediante oraciones, la única respuesta que anhelaba con la desesperación del último momento. En vez de eso sólo hubo un largo silencio. Silencio, angustia, sudor y lágrimas. Pero el sordo telón de fondo dejó lugar a los alaridos y gritos desgarradores de abuelos, padres, hermanos. Se acercaron al joven envueltos en llanto para comunicarle la noticia más terrible: su madre había dejado de existir, aunque mucho tiempo antes los tumores regados en su cuerpo la habían torturado hasta hacerle la vida imposible.

El muchacho, en una sórdida mezcla de confusión y llanto, trató de huir de su realidad espantosa saltando la tapia que daba a la calle. Corrió a toda velocidad alejándose de la casa en luto. No estaba claro a dónde iba, pero necesitaba aire. Su rostro se transformaba con cada metro recorrido y cobraba el aspecto de aquel que desprecia la vida. El trayecto que emprendió fue el mismo que cientos de veces había hecho con su madre y el resto de la familia para reunirse con tíos y primos en la casa de los abuelos, la misma de la que había salido despavorido.

En el camino tomó la decisión de que su destino final sería su propia casa en Saldán, más o menos a diez kilómetros de su punto de partida. Varias veces trató de que su viaje a pie fuera sólo de ida, esperando que alguno le preguntara qué miraba y trenzarse en lucha sin mediar más palabra. La muerte estaba tan cerca que quizá también podría tomarlo a él. Pero eso ocurrió.

Caminó y corrió alternadamente. El cansancio y el calor casi lo vencieron, pero de ninguna manera lo matarían, así que ¿para qué hacerle caso? Cuando llegó a su casa, sonó el teléfono. Lo atendió. Era su abuelo postizo paterno preguntando por el estado de la madre enferma. Fingió la voz y dijo ser un vecino, aunque sin éxito. El hombre al otro lado de la línea tuvo que aceptar la falsedad y cortó la llamada prometiendo volver a hablar más tarde. Extenuado, concilió el sueño y despertó albergando la esperanza de que todo hubiera sido una terrible pesadilla. La realidad volvió a abofetearlo con crudeza.

Ya había anochecido cuando unos tíos acertaron a buscarlo donde se encontraba. Las horas que restaban para el amanecer prefirió no vivirlas y siguió durmiendo con la expectativa de no volver a abrir los ojos. El joven sabía que no aguantaría ni el velorio ni el funeral. Si no había soportado la muerte de sus mascotas, ¿cómo haría para sobrellevar el deceso de su madre? En ese momento extremo quizá hubiera sido fulminado por la angustia, tal como lo deseaba desde el primer minuto en que ella había dejado este mundo.

Todos los días que siguieron fueron insufribles. Pero poco a poco, viviendo porque no quedaba otra, su vida cambió. En realidad, el absurdo atroz de la primera hora sin su procreadora había marcado el comienzo de otra existencia. Era realmente otra vida, o mejor dicho, la vida de otro. El joven experimentó todo tipo cambios en la mayoría los aspectos de su existencia. Dios, por ejemplo, ya no fue el mismo. Era una entidad devaluada, con influencia nula, más parecido a una imagen creada por los hombres para cumplir con sus intereses de turno. Los hombres, por ende, también habían caído en desgracia para él; ya no eran los de antes, habían quedado a sus ojos desnudos en todas sus miserias. Y la primera víctima de sus cuestionamientos fue su propio padre.

Por otra parte, el estudio, la universidad, la visión crítica de las cosas, la inclinación a desarrollar hasta el hartazgo un humor ácido de entre casa, fueron sus nuevos valores. Nadie puede saber qué hubiera sido de ciertos asuntos y qué rumbos hubieran tomado, pero el carácter irreversible de ciertas cosas era innegable. Para el joven, en el mundo habían desaparecido las certezas y las seguridades. Ahora yacían junto al cuerpo de su madre. Y en las manos del joven había quedado su propio destino, es decir, el destino de otro.


LUCAS GONZÁLEZ FREYTES
13/05/2008


(*) El presente escrito es un trabajo destinado al Curso de Crónica Periodística, dictado por el periodista Alexis Oliva en el Centro Cultural Compay Segundo de Córdoba Capital, Argentina, durante el primer semestre del año 2008.

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