sábado, diciembre 16, 2006

CELOS, LOCURA Y MUERTE. El crimen de Nadia Palacios

La siguiente es una crónica escrita como trabajo práctico para la materia Escritura Periodística, del Posgrado en Periodismo que actualmente se dicta en la Escuela de Ciencias de la Información de Universidad Nacional de Córdoba, Argentina.


Acorralada por la sinuosa oscuridad del barrio Bella Vista, Nadia Melisa Palacios ha quedado sola y callada dentro del auto. Segundos antes, su ex marido, Martín “El Gordo” Leguizamón, ha comprendido que el futuro nos los verá juntos, con la pequeña hija de un año y medio de ambos, formando una familia. Ha entendido finalmente. O, por lo menos, eso simula después de la tensa conversación. Súbitamente, él decide bajar con la excusa de revisar una de las llantas traseras de su Ford Ka.

La calma es siniestra, tanto como la negrura de la noche en el sur de la capital cordobesa, cerrazón oscura sólo menguada por los escasos destellos del alumbrado público. Al silencio de las palabras lo perfora el crepitar infernal de un motor de motocicleta que irrumpe de la nada y, casi sin detenerse, flanquea al automóvil del lado del acompañante. Luis Ramón Paschetta no necesita disimular su ira, está decidido. Ni los gritos lacerantes de Nadia frenan su locura, alimentada de celos y rechazo de amor. Dispara tres veces la pistola nueve milímetros que empuña sin destreza, y huye a toda velocidad con destino incierto. Decenas de ojos anónimos observan el inicio del horror.

Leguizamón también emprende la fuga acelerando hacia Ciudad Universitaria, como si los tiros llevaran también su rúbrica. Ya no imagina el futuro, sólo piensa que ella se lo merece. “Tomá, hija de puta. Yo seré gorriado, pero vos te morís”. A su lado, Nadia está sangrando por un balazo que le perforó la axila. Llora y gime azorada, sin convencerse de que ese terrible dolor que le quita la respiración sea real. Parece que no se muere. Y eso no puede ser, piensa “El Gordo”. Sabe que en su caja de herramientas tiene una punta un poco oxidada, pero con algo de filo, que le puede servir ahora en libertad. Y le sirve nueve veces.

Unas horas más tarde, el cuerpo de Nadia es hallado en los fondos del Laboratorio de Hemoderivados. Leguizamón y Paschetta han ideado un plan imperfecto que fracasa rotundamente, y cuya posibilidad de escapatoria con éxito resulta descifrable sólo para ellos. “Me la sacó de las manos y se la llevó”, será la acusación de “El Gordo” atribuida a su cómplice que la policía no creerá. Las detenciones de ambos, separadas una de otra por un mes y medio, cierran el vertiginoso raid de alevosía, horror y muerte desatados a fines de abril de 2006 contra una joven madre de 19 años, cuya confesión de desamor e infidelidad selló su trágico destino.

Los amigos y los días en barrio Müller
Martín mira televisión; casi siempre lo hace en silencio acompañado por algún miembro de su familia. Mira sin ver, salvo cuando en la pantalla hay una telenovela. Ese género lo entretiene y lo divierte mucho. Se burla de aquellos que representan papeles de hombres engañados. “El Gordo” se lo comenta a su amigo Luis una de las veces que éste lo va a buscar para charlar en la puerta de su casa: “Estos guasos son unos giles. Los pasan como alambres caídos. ¿Vos qué hacés, Lucho, si la descubrís a la guacha tuya con otro guaso? Yo la mato –se contesta- , la cago matando de una. Por puta". El amigo coincide y no le deja dudas: “Más vale, Gordo”. Pero cambia de tema rápidamente y se van a caminar por el barrio. Millones de diálogos similares a éste se reproducen en ese mismo instante en todo el mundo.

Hay mucho tiempo libre cuando se abandona el colegio secundario. Martín y “Lucho” lo saben bien. Los otros muchachos del barrio queman sus horas dedicándose "al choreo" y no les va mal. Los amigos aún no participan, pero los admiran y aprenden. También los enfrentamientos con la policía y las persecuciones a pie, revólver en mano, de las camionetas del CAP (Comando de Acción Preventiva) son muy estimulantes para ellos. “Acá, en Müller, la cana se caga las patas, no se la banca”, repiten festejando y gritando hasta el cansancio en cada aventura nocturna.

El deporte no les resulta muy atractivo. Han ido juntos alguna vez a ver a Belgrano en Alberdi, pero sin agarrar la costumbre. A Leguizamón le gusta observar cómo su amigo se desvive por llegar con un pique veloz a la pelota en la canchita del barrio. Paschetta no contabiliza muchas destrezas, pero con el fútbol en sus pies demuestra cierta habilidad, aunque no juega frecuentemente. A veces recibe soberbias patadas que lo hacen volar por el aire y llenarse de tierra; foules que nadie penaliza. Sin embargo, la obsesión de revancha no lo abandona nunca. Espera pacientemente el momento del partido en que el rival que le propinó la áspera revolcada esté a su alcance, para devolvérsela en forma quintuplicada. De vez en cuando, el momento esperado no se genera dentro del campo de juego, pero “El Gordo” y Luis se las arreglan para pegarle unos bollos cuando al tipo lo encuentran solo, en otro sitio de la estrecha vecindad.

El amor, un destino trágico
Los dos amigos pasan juntos gran parte de su tiempo, también luego del trajinar de la adolescencia. Comparten la pereza diurna, la excitación vespertina: ese instante previo cuando el pequeño robo que se proyecta, se augura como perfecto. También comparten el gusto por la marihuana, las noches de alcohol, los bailes de cuarteto y las mismas mujeres. Se envidian en silencio cuando alguna es más joven y atractiva que la que el otro pudo conseguir, pero siempre se organizan para acordar quién va con quién. Martín es opaco y distante, pero frente a las muchachas se transforma. Se vuelve simpático y “chamullador”, las seduce fácilmente a pesar de su aspecto: cara ancha, nariz chata, labios finos y pequeños, pelo negro como sucio, ojos ligeramente saltones inyectados en sangre siempre, cualidad que se acentúa cuando bebe.

Luis Ramón no tiene la misma personalidad ni la misma suerte con las mujeres. Es desgarbado, nariz prominente y fina; una mirada que no promete, sino que intimida. Nada que algunos vinos en caja no hagan obviar. Una de las jovencitas del barrio, Nadia Palacios, con sólo 13 años de edad, llama la atención de Leguizamón y Paschetta. Le Llevan 11 y 8 años de diferencia, respectivamente. Consiguen su amistad, y aunque no lo confiesen abiertamente, sólo esperan que crezca un poco más para que ninguno quede como “un profanador de cunas”.

Pasan buenos momentos los tres, junto a otros chicos del barrio, en los bailes del centro vecinal de Müller con bandas cuarteteras de poca monta; y también en el “Monumental” Sargento Cabral, con la Mona Jiménez encandilando desde el escenario. “El Gordo” no quiere perder tiempo con pruritos absurdos y convence a Nadia de que deben dejar de ser amigos y empezar a ser amantes. Paschetta, sorprendido, se siente doblemente traicionado. Pero se la banca. “Así son las cosas, y como vienen hay que tomarlas”, reflexiona. A partir de ahora sólo se dedicará a esperar el momento justo. Como en el fútbol.

Confabulación para el horror
Los amigos se separan. Leguizamón se ha perfeccionado en el robo de vehículos y otros delitos de sustracción muy rentables. Endulzado por la buena estrella del amor reciente y el dinero fácil, se descuida y cae preso. El infierno dura cinco años en la penitenciaría de barrio San Martín. Nadia no lo abandona, lo visita con relativa frecuencia. Casi al final del cumplimiento de la condena tienen una hija. Leguizamón sale en libertad, pero la cárcel cambió varias cosas. Esa temporada a la sombra vio el intenso amor clandestino con Luis Ramón y decretó el fin del romance con "El Gordo". Las furibundas golpizas que Nadia recibe de su compañero recién salido del presidio se transforman en actividad cotidiana. Las noches de soledad en el encierro han sido demasiado largas y la burla de sus compañeros de celda, insoportable. "En la cárcel lo habían hartado diciéndole que ella lo engañaba y que se fue con el primero que pasó cuando a él lo metieron preso”, dirán los pesquisas a poco de consumado el crimen.

Nadia no imagina su destino, pero teme por la reacción de Leguizamón. A fuerza de castigos impiadosos, él le ha hecho comprender que será difícil y arriesgado atreverse a pronunciar las palabras del adiós. Apuesta, cree, se esperanza en que el noviazgo con Paschetta mientras Martín estuvo tras las rejas, sea considerado ya parte de un pasado olvidado y sin importancia para ambos. Además, quiere creer que asegurándole que “Lucho” recibirá el mismo rechazo pondrá paños fríos a la fiebre de ira que se desatará en Leguizamón cuando ella le dé la noticia de su drástica decisión. Con ese objetivo, Nadia acepta una última salida nocturna con “El Gordo” para “hablar bien”, sin que se ponga “loco” y acordar un régimen de visitas a su pequeña hija. Lo que Nadia no conjetura es que, a esa altura de los acontecimientos, Leguizamón y Paschetta comparten algo más que una perimida amistad y la espera de la noticia de un desprecio amoroso.

Es una fresca noche de lunes y hay un asado en una casa de barrio General Bustos. Son amigos de Martín que reciben muy gustosos y entusiasmados a la pareja, pero que intuyen la tragedia cuando horas más tarde Leguizamón vuelve solo y transformado a la cena, luego de avisar que se echaría “un pique” con Nadia para comprar cocaína. La compra de la droga no se realiza nunca. Después de despertar sospechas, Leguizamón va a la casa de los padres de Nadia a llevarles la incertidumbre y la desesperación de lo que, les hace creer, es un rapto de Paschetta. Esa misma madrugada, Leguizamón lava frenéticamente su auto a la vista de todos. Siente que está jugado, por eso disimular culpabilidad ya parece irrisorio. Con su compañero han formado un tándem homicida, cuyo costado lógico nunca argumentado, ofrece la coartada de que Leguizamón y Nadia fueron víctimas de un intento de robo, y que ella llevó la peor parte.

Sin embargo, “El Gordo” ha planeado su propia doble venganza, por eso incrimina a su amigo. Él es el primero en ser detenido y cambia lo pactado sobre la marcha, dando una justificación que ningún testimonio permitió ni siquiera considerar. Omite el detalle de los impactos de bala en su auto que, ante la consulta policial, dijo no recordar dónde lo había dejado (y que luego sería encontrado en el garage de un tío suyo). Todo lo cual impone la prueba más contundente: Martín “El Gordo” Leguizamón no pensaba, vengaba y nada más.

Una cultura del abuso contra la mujer
El caso del homicidio de Nadia Palacios, como otros tantos cometidos contra mujeres a lo largo y a lo ancho de nuestra geografía, nos desnuda como una cultura donde las normas y las formas de convivencia determinan la opresión de las mujeres. En este tipo de episodios se descubre el rostro horrendo del ensañamiento y la total impunidad. Impunidad que en el caso de Nadia parece evitarse por la crasitud de la planificación de su muerte, y porque los detenidos carecen de poder específico o influencias que los hagan safar de las sanciones que impone la ley.

Martín “El Gordo” Leguizamón y Luis Ramón Paschetta se creyeron impunes y vieron en Nadia no una mujer que los engañó y que se preparaba para dejarlos. La asumieron, en realidad, como un objeto que les pertenecía y, para esto, tuvieron como cómplice a una cultura de la que estos hombres son sus emergentes. Una cultura que remarca todo el tiempo que la mujer es un objeto de alguien; un objeto del que no sólo se puede, sino del que se debe abusar.

Ahora Nadia no está sola, como en el momento de su muerte. Está acompañada, habitando una estadística, junto a otras "1284 mujeres que entre 1997 y 2003 murieron asesinadas en la Argentina"; cifra brindada por Cecilia Lipszyc, presidenta de la Asociación de Especialistas Universitarias en Estudios de la Mujer (Adeuem), en una entrevista publicada por Página 12. La mayoría de estos crímenes se visten con la misma ropa: el homicida es siempre alguien del círculo cercano de la víctima, la cual se convierte en un cuerpo a apropiarse mediante el abuso y la saña sin parangón. Por este motivo, el asesinato de Nadia Palacios es un nuevo y trágico episodio que pide la atención urgente de toda nuestra sociedad.


LUCAS GONZÁLEZ FREYTES