jueves, noviembre 18, 2010

EL ÚLTIMO PASEO

Cuando me anoté como criador de perros Shar Pei y decidí abrir un espacio en la web para contar las novedades del emprendimiento de crianza, nunca pensé que la primera noticia importante que daría iba a ser la muerte de una de mis mascotas. Había imaginado que lo primero que contaría sería el nacimiento de la primera camada, y antes por supuesto, el alegre anuncio de la dulce espera. Luego, sobrevendría el seguimiento de los pequeños, su crecimiento, sus travesuras; hasta que a los 45 días de vida, con un poco de suerte, el hecho comercial para el que habían nacido se consumara: la entrega de los cachorros a sus nuevos y felices dueños.
Todas estas presunciones me parecían naturales, lógicas, esperables. Sin embargo, como una cantidad llamativa de sucesos de mi vida, las cosas no serían tan fáciles ni poco trágicas.
¿Cuántas veces salimos los cuatro a pasear? ¿Cuántas veces hicimos exactamente el mismo recorrido? Primero, cruzando de manera anárquica y a toda velocidad las calles interiores de barrio La France; después, por la ciclovía hasta la rotonda del hipermercado; calles Rodríguez del Busto, Los Granaderos, y por último finalizar todos con la lengua afuera internándonos en el corazón del barrio para volver a casa a descansar. Emma, la primera en integrar la jauría y Didí, la segunda hembra, pero la última en enrolarse a las filas de “Tribu Nueva”, tal el nombre que elegí para mi criadero, siempre hacían punta con una fuerza descomunal durante nuestras caminatas. No pocas veces llegué a pensar en conseguir un carrito y ponerlas a tirar de él como hacen los perros siberianos en la nieve. En cambio, Nuba, el único macho, permanecía a mi lado o detrás, chocándose contra mis pantorrillas, y siendo literalmente arrastrado por sus chicas.
Sólo yo y unas pocas personas más dan fe de la alegría de esos tres animales, antes de cada salida, al verme extraer las correas de una bolsita de nylon blanco. Cabriolas, corridas en círculo, respiración jadeante y excitación al máximo componían “la previa” antes de que el mundo exterior fuera nuestro. Y luego, todo era un universo de aventuras en esa hora y media de paseo: desafíos de peleas a muerte con los perros de los vecinos, regar de orines y soretes todas las veredas posibles, y tratar de cruzar las avenidas en el instante más inadecuado, cuando cientos de vehículos iban y venían, eran las consignas irrenunciables del evento.
El sábado 6 de noviembre de 2010 todo aquello llegó a su fin. Cuando el reloj marcaba que restaban pocos minutos para llegar a las once de la mañana y el termómetro registraba muchos grados, tuve la fatal idea de repetir nuestra diversión semanal. Nuba fue el primero que trató de advertirme. Habíamos completado más o menos diez cuadras de nuestro recorrido y en la alfombra verde que existe a la vera de la ciclovía, esperó percibir la sombra de los árboles, y se echó a descasar. Obligados, todos aprovechamos para recuperar el aire durante algunos minutos.
Posteriormente, el viaje continuó sin mayores altercados. Los animales no demostraban un cansancio distinto al de otras ocasiones, a pesar de su constante jadeo y sus colas caídas. Sin embargo, el día empezó a pintarse de negro cuando enfilamos por el boulevard Los Granaderos, la recta final. Ésa sería la última imagen de los cuatro juntos de paseo.
Didí, la cachorra que aún no cumplía 11 meses de vida comenzó a dar muestras que el trayecto habitual empezaba a se una tortura. Se echó tres veces a la sombra antes de quedar tendida definitivamente. A partir de ese momento los hechos se precipitan trágicamente, como una catarata de increíbles infortunios. Unos vecinos que se acercan para ofrecer agua fresca; mi inocente espera a que Didí recuperara fuerzas; luego la decisión de cargar sus más de 20 kilos de peso sobre mis espaldas: a esa altura el animal era una verdadera bolsa de papas, no atinaba a hacer ni resistir ningún movimiento. Todo eso mientras luchaba por aprisionar las correas de los otros dos perros y evitar su escape. Cuando ya no soporté más la pesadez a la criatura, descubrí con terror que Didí ya no retenía sus heces y las había derramado sobre mi ropa. Nuevos vecinos me ayudaron a refrescarla, mientras yo recuperaba mis propias fuerzas para poder continuar. Estábamos a tan sólo media cuadra del hogar. Tan lejos y tan cerca de empezar a salvarla. No obstante, en ese preciso momento vi los ojos un poco extraviados del animal y percibí la muerte.
Al llegar a casa la odisea parecía aplacarse. Didí podía moverse de nuevo pero sus patas traseras estaban inútiles, no las podía mover por mucho que lo intentara. En mi desesperación, recurrí a la ciencia veterinaria. La médica que se ocupaba de mis mascotas resolvió, después de examinarla muy rápido, que dos inyectables cuyo contenido exacto desconozco revertirían el aparente golpe de calor que había sufrido la perra. Ése fue su diagnóstico. Me dijo que agradeciera que Didí no estuviera peor porque si no, “tu perra no la contaba”. Luego, la encargada de curar a mi mascota salió disparada de mi casa porque a las de 14:30 horas quería ver si “podía comer algo”.
La visita de la especialista había terminado, aunque nada cambió para mejor después de eso. Didí, que nunca había perdido la conciencia y que antes de recibir la droga ya había podido pararse con sus cuatro patas y caminar un metro con muchísima dificultad, se quedó dormida y ya nunca más pudo despertar. Antes de que su corazón diera el último latido tuvo convulsiones, espamos durante media hora y expulsó una espuma que tiñó de blanco sus mofletes siempre renegridos.
Nunca tuve automóvil. Y nunca me sentí un desgraciado por eso hasta esa fatal tarde de sábado. Mis destrezas para fabricar dinero sólo pudieron procurarme una bicicleta todo terreno, totalmente inútil para casos de traslados de urgencia. Entendí que en las circunstancias en las que me hallaba no debía ser pesimista una vez más. Y aunque no lo deseaba, sentí que las cartas estaban echadas.
El último intento por salvar la vida de Didí fue llamar a Yanina, una vecina y colega criadora de perros de raza Shar Pei. Concluyendo ambos que la gravedad requería un traslado inmediato, tratamos primero de ubicar sin éxito a la médica veterinaria que ya había atendido a la perra: ni su teléfono fijo ni su celular fueron respondidos. Por eso mismo partimos en un taxi, en un auténtico clima de desesperación, a una veterinaria recomendada por Yanina ubicada casi frente al CPC Centro América. El chofer, un hombre avejentado, más preocupado por la pulcritud de su asiento trasero que por nuestra urgencia de vida o muerte, omitió acelerar la marcha.
Didí Blue, tal como figuraba su nombre en los papeles de la Federación Cinológica Argentina, hembra color negro, nacida el 22 de diciembre de 2009, tres minutos antes de recibir atención profesional, protagonizó sus últimos estertores en mis brazos y falleció. Su corazón no pudo aguantar tanta estupidez humana y se detuvo para siempre. Todas las tareas de reanimación  fueron inútiles y, sin desearlo, tuve que comenzar la ardua tarea de la resignación que aún no consigo.
¿Qué puede llegar a significar una mascota querida en la vida de una persona? Había llegado el momento de experimentar la respuesta en carne propia por medio de un inmenso dolor. Dolor que no debería haber sido tan profundo porque ya soy un adulto de 33 años, porque era una perra y no un ser humano, porque la vida y la muerte de un animal son fáciles y rápidas de olvidar, y vaya a saber cuántos más de estos pretextos absurdos imaginé en el primer minuto posterior al deceso de Didí para no desaforarme, para poder disimular que uno también se moría por dentro.
No me convencí, pese a que Yanina me lo sugirió, de pagar para que otros se deshicieran del cuerpo. No tengo y quizá nunca tenga hijos, y esa perra junto a Emma y Nuba son lo más parecido a esa experiencia que he tenido. Entonces, Didí era mi hija. Mi hija muerta; y yo, su padre, que nunca hice que le faltara nada, debía sepultarla y no dejarla en manos de extraños que cobrarían una suma de dinero para hacer vaya a saber qué cosa con su cuerpo. Por eso pedí una pala prestada. No la conseguí. Hice que el remis que nos trasladaba de vuelta se detuviera y me aguardara frente a una ferretería. Pagué los $38,50 que valía una pala nueva diseñada para cavar pozos y partí junto a Yanina rumbo al aeropuerto.
Con el chofer como cómplice de aquel cortejo fúnebre improvisado, buscamos un lugar descampado y apartado de la mirada de posibles intrusos. El hombre se ofreció a esperar el tiempo que yo demorara en cavar la tumba. Terminé de hacer la fosa, deposité el cuerpo de Didí en su interior, y lloré a los gritos de rodillas, como un chico, pidiéndole perdón. Y ahí la dejé para siempre, entre dos gigantescos arbustos, un par de cuadras antes de llegar a los Niños Urbanos, al costado de un camino de tierra deshecho que nadie transita.
Mientras escribo estas líneas me pregunto qué virtud extraordinaria puede tener una mascota para que su muerte conmueva tanto. Didí Blue no sabía hacer ninguna prueba especial; nunca fue entrenada para ninguna de ellas. Incluso, la mayoría de las veces me daba la impresión de que ni siquiera reconocía su nombre cuando la llamaba, sino una forma de decir y el tono de mi voz, al igual que Emma y Nuba.
Ya de noche, pocas horas luego del deceso, y después de muchos meses, me tocó volver a llenar dos comederos en lugar de tres. Por enésima vez derroché lágrimas sin poder contenerlas y sin poder guardar silencio. Minutos más tarde, recostado en mi cama, las imágenes del día me torturaban y me impedían conciliar el sueño. Y también las recriminaciones a mí mismo. ¿Y si hubiera asistido al Encuentro de Locutores en villa Carlos Paz como tenía planeado? Sin duda no hubiera habido paseo, ni dolor, ni muerte. ¿Por qué no le hice caso a Nuba que antes que nadie buscó la hierba fresca y la sombra para aplacar el calor agobiante, y que de esa forma me avisaba que debíamos regresar? Otra vez mi puño golpeándome la frente: “Imbécil, imbécil…”
Al día siguiente, por la mañana, confirmé lo que muy apesadumbrado había comenzado a sospechar a última hora de la jornada anterior: Didí era el alma del patio; con su constante ir y venir como pantera enjaulada, jugando, peleando, roncando o resoplando, uno sabía que afuera había vida en movimiento, y no sólo quietas y anodinas plantas. La cachorra era la más pequeña en edad, pero la de mayor volumen físico. Mi abuela nunca se aprendió su nombre. Para ella esa perra simplemente fue “la gorda”, y su avidez por ingerir cualquier tipo de alimento con desenfreno no la dejaba mentir. ¡Hasta las pastillas ultra amargas para desparasitarla las devoraba como el bocado más delicioso!
Como he dicho anteriormente, a Didí nunca se le enseñó nada extraordinario. Siempre me conformé con que orinara y defecara en un sector predeterminado del patio, tal como lo hacían los demás. Sin embargo, ella sola había aprendido a mordisquear lo que no debía hasta destruirlo, a jugar con cualquiera que le hablara dulcemente (aunque fuera un absoluto extraño), a requerir y competir por las caricias de su amo, y a estar de aquí para allá recorriendo el patio de la casa con su jadeo y resoplar perpetuo. Hoy hay tanto silencio, un silencio que desespera: ¿sigo teniendo mascotas?
Cada mañana al levantarme, cumplía yo con la formalidad de saludar a mi abuela y luego dirigía la mirada a la reja corrediza que dividía el patio de la casa. A la primera que veía era a Didí, con su cabeza enorme atravesando los barrotes, recostada, con los mofletes descansando sobre el metal y sus ojos fijos en mí. Yo nunca se lo había pedido, pero ella cotidianamente esperaba ese momento. Ése mínimo instante de felicidad diaria en el que nuestras miradas se encontraban y, por el cual, automáticamente su cola empezaba frenéticamente a ir de lado a lado. Recién ahora me doy cuenta lo que siempre pensé ante esa imagen y nunca dije por ser tan habitual: “Ay, Didí. Mi eterna enamorada”.
El primer día que tocó vivir sin ella, casualmente oí en un tema musical en la radio. Y me pareció que Didí usaba la voz de Marciano Cantero para hablarme: “Y tenés que dejar a la gente que amás, y a ella que te mira con tristeza y alegría y te dice: ‘Que te vaya bien, mi amor. Yo te espero. Siempre te esperaré”. Sólo pude oír esa parte de la canción, luego me alejé del receptor sin poder pensar más que en su recuerdo.
Después de todo esto que he contado bajo emoción violenta, sólo queda por hacerme unas últimas preguntas. ¿Será exagerado pensar por un segundo que la muerte de un ser querido, aunque sea éste una mascota, es también en parte la muerte de uno mismo? ¿Algún día habré vivido lo suficiente como para poder dejar de sufrir tanto por el fin de una vida, especialmente si ese deceso no es el de un ser humano? ¿Realmente quiero que eso pase alguna vez?
¡Didí, quisiera ser un niño para poderte llorar desconsolado sin tener que avergonzarme! ¡Ojalá te hayas ido a ese lugar donde habita aquello a lo que uno ha amado y quisiera reencontrar cuando todo acabe! Aunque uno sepa que no es cierto, imaginar esa posibilidad no deja de ser una hermosa quimera. Fantasías de un niño dichas por un hombre, que aún se asombra de sufrir como un niño…