domingo, febrero 15, 2009

MISTERIO URBANO (*)

Sentado en su inmundicia cotidiana, Benito miraba, sin ver; el suelo, sus pies. Dirigía su vista hacia abajo un largo rato, y sólo en algunas cortas ocasiones levantaba los ojos para observar con indiferencia su entorno. Llamaba la atención porque en esa docena de segundos en que erguía la vista, combinaba también el resentimiento y alguna dosis de provocación desafiante a todo lo que azarosamente contemplaba. Tantos días y noches difíciles en las calles de la ciudad, sin más amparo que un nylon de tres metros de largo, sujetado oportunamente con algunos piolines, le habían dado forma a ciertos sentimientos que albergaba su alma: desprecio por la gente, desconfianza, hostilidad y malhumor constante. Claro que la ingesta de vino en caja, que provocaba las interminables borracheras bajo los rayos del caliente sol de la primavera, también había hecho su generosa contribución.

El dolor de cabeza permanente, el sudor bajo la ropa raída, manchada y endurecida por la suciedad de meses, el olor fétido que despedía toda su humanidad y cualquier reducto que ocasionalmente habitara, era la postal de la vida de Benito desde hacía no muchos años.

Muy cerca del edificio de tribunales, donde acostumbraba por gusto acampar la mayoría de las veces, muchos de sus vecinos lo conocían a fuerza de verlo recoger frecuentemente desperdicios y cajas de cartón. Otros, los menos, sabían de Benito su vida anterior, más allá de esa imagen paupérrima de la actualidad. Al pie del gigante justiciero de cemento, sobre las escalinatas que conducían hacia una gruesa columna con relieves opacos y sombríos, ayuna de toda abertura, justamente allí era donde ese hombre de cuarenta y pico, que aparentaba cincuenta y tantos, pasaba la mayor parte del día. En las jornadas de buen tiempo, el astro rey le pegaba primero en su extendida calvicie, que terminaba casi en la nuca, para ver nacer allí un largo cabello enrulado y grasiento; sucio, incluso hasta antes de ver las primeras luces. Una abundante barba, igual de cochina, le cubría gran parte de la redondez de su rostro. Sus piernas cortas y rechonchas apenas si alcanzaban el suelo aun sentado, y con sus brazos, igual de escasos, se ayudaba a mantener un equilibrio que quizá no necesitara para disfrutar de cualquier buen clima citadino. Por supuesto, siempre rodeado de objetos despreciados por la mayoría, impregnados del hedor de orines y otros inefables aromas insoportables. Ese era Benito hoy, pero no siempre había sido el mismo.

Una farmacéutica de la zona recordaba, melancólica, que ese hombre había tenido esposa e hijos, o sea, “motivos para vivir decentemente, como una persona de bien”. Que había sido cuidadoso de su salud, siempre atento a los medicamentos que ella le recomendaba, con interés permanente sobre sus beneficios y potencialidades. Otra mujer que trabajaba en una óptica cercana contribuyó también recordando con una sonrisa que Benito siempre le preguntaba las razones de su miopía y su mínimo astigmatismo, que le habían hecho conocer los anteojos, primero, y luego los lentes de contacto. “Benito quería saber las razones científicas de su problema de la vista”, y que cada vez que le tocaba una actualización recetada por el oftalmólogo, ella estaba obligada a repetirle la explicación como si no hubieran existido otras, y como si el que la recibía fuera un chico de la primaria. Cuando se probó los lentes de contacto por primera vez, se había quedado largos minutos probando la eficacia de este avance tecnológico, cerrando y abriendo alternadamente el ojo izquierdo, luego el derecho, y así sucesivamente.

El panadero de una esquina cercana también lo había tenido como cliente. Los dulces eran sus predilectos, pero su verdadera debilidad eran los cañoncitos de dulce de leche. “Lo que son las cosas de la vida, ¿no?”, dijo, mientras terminaba de pesar un kilo de pan individual y medio de criollos para una de sus asiduas clientas, quien no dudó en asentir con la cabeza.

Pronto, en tan sólo algunas horas, decenas de comerciantes de la zona céntrica hablaban con simpatía y tristeza a la vez de quien, hasta hacía algunos instantes, era un perfecto desconocido, especialmente para quien no era concurrente habitual de aquel furioso pedazo de la ciudad capital. Conocían todo de él cuando aún era “decente”, “trabajador”, “simpático”. Pero en los últimos años, cuando Benito misteriosamente trocó el curso de su vida a hacia la indigencia, ya nadie supo de él. Qué pensaba, qué sentía, qué había visto que otros no, por qué sufría en su miserable soledad, y por qué ya no los visitaba como antes, y elegía observarlos de lejos con una mirada que hería, indignado con su entorno, con el mundo, quizá con Dios. Benito abandonó a todos, y todos lo abandonaron a él. Quizá por eso nadie pudo darme las respuestas que buscaba. Nadie pudo ayudarme a conocer al mendigo que había llamado mi atención, con el que no había cruzado palabra, pero cuyo conocimiento de su existencia me había movido a entrevistar a las personas que compartieron su antigua vida. Pero ahora me pregunto, ¿fue la vida de Benito lo que impulsó a hablar con estas personas? No lo sé. Pero de lo que sí estoy seguro es que el hombre que yace fulminado por un disparo en la cabeza en la puerta de esa armería se llama Benito. Aún empuña el arma que le dio muerte, mientras lo rodean una camilla, médicos y una ambulancia. Y tanto su vida como su muerte, para todos, serán misterios que nadie se interesará en develar, y que todos olvidaremos en cuanto yo haga los dos pasos que me faltan para cruzar esta avenida.


LUCAS GONZÁLEZ FREYTES
13/05/2008


(*) El presente escrito es un trabajo destinado al Curso de Crónica Periodística, dictado por el periodista Alexis Oliva en el Centro Cultural Compay Segundo de Córdoba Capital, Argentina, durante el primer semestre del año 2008.

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